jueves, 20 de julio de 2017

La carne de Rosa Montero

La carne nos controla
 La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor”. Esas son las sugerentes palabras con las que se da comienzo a la historia de la vida de Soledad, una mujer que cumple 60 años y hace honor a su nombre. Pretende ir acompañada a la representación de Tristán e Isolda, porque está segura de que allí reencontrará a su último amante clandestino, casado, con quien meses antes pensaba asistir. Esta ópera acompañó  su primer y explosivo encuentro erótico entre ambos.
Decide contratar un joven y atractivo “acompañante” en una página web (un “escort”, “gigoló”, “prostituto” –lo define) para darle celos y elige entre toda la galería de bellezas masculinas al que tenía “un aspecto formidable de pianista romántico cruzado con musculoso trapecista” (p. 6), un auténtico “cañón” a quien lucir.
Todo transcurre como deseaba hasta que, a la salida de la ópera, un suceso violento encarrila de manera inesperada su vida. El suspense marca esta relación, ambigua e inquietante, hasta el final y engancha al lector.
Es una novela sobre la soledad, sobre el sexo y el placer carnal, sobre la inestabilidad que produce el fracaso en el amor (“sin amor, todo era polvo y llanto”, p.102) y sobre la certeza de que a los 60 años se ha llegado a la edad en que la biografía es irreversible.
Todo lo interesante de la novela gira en torno a esta relación entre los dos personajes, aunque entre ellos la narradora establece un paralelismo innecesario (ambos son gemelos, abandonados por los padres…), excepto la diferencia de edad (60 ella, 32 él) que a Soledad fascina y asusta a partes iguales. “La carne nos aprisiona, nos enferma, nos mata y también nos hace rozar la gloria a través de la sexualidad, el deseo, el amor… Es la carne infierno y éxtasis”. Son palabras de Rosa Montero, recogidas en la entrevista de Nuria Labari (ZendaLibros.com) que dan la clave de la novela, que el propio título anuncia. Obsesiona a Soledad el deterioro físico de esa “carne traidora, enemiga íntima que te hacía prisionera de tu derrota” (p. 11), como se habla a sí misma, en voz alta, al contemplar su cuerpo en el espejo. La carne esclaviza y el paso del tiempo se muestra en ella. La narradora hace un alarde de precisos sinónimos para describirlo: “El cuerpo se plisa, se ablanda, se cuarta, se desploma y se deforma”, ese cuerpo traidor al que “no le bastaba humillarte: además cometía la grosería suprema de matarte” (p. 14)
Directamente relacionadas con su percepción sobre la carne y la frustración que produce su deterioro, encadena las reflexiones de la protagonista sobre el miedo a la vejez, el paso del tiempo, la tiranía del sexo, los prejuicios sexistas hacia la mujer que ha dejado de ser joven…  Ser viejo era tener un pasado irremediable y carecer de tiempo para enmendarlo” –reflexiona. (p. 17). Resulta casi divertido, si no fuera por la triste realidad que refleja, el resumen que hace de la parafernalia necesaria para viajar con sesenta años (prótesis, medicinas, infinidad de cosas en la maleta: lentillas, suero, férulas, … (p. 39-40), para soportar la inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo. El mismo humor negro se deriva de la planificación  e intendencia rigurosa que exige plantearse hacer el amor (elección de una lencería favorecedora, depilación, cremas reafirmantes, maquillaje, aliento fresco, velas estratégicamente colocadas, selección de la música…) y lo más decepcionante es la reflexión final: “…uno de los espejismos más extendidos es el de pensar que nosotros no vamos  a ser como los otros viejos, que nosotros seremos diferentes. Pero luego la edad siempre te atrapa y terminas igual de tembloroso, de inestable y babeante” (p. 120).
Todas estas obsesivas y deprimentes reflexiones forman parte importante en la caracterización de Dolores, tan insegura en su relación que duda y desconfía por cualquier motivo. La propia narradora la define con un buen carrusel de adjetivos: “Ella se sentía agobiada angustiada, desgarrada, enloquecida, desolada, desconcertada, perdida, fracasada, machacada, acongojada, muy desgraciada y, en fin, medio muerta”(p.79). La narradora parece conocer muy bien los sentimientos de Soledad.
En conjunto, el resultado de la novela es desigual. Muy interesante el suspense en la relación entre el “escort” y la narradora, suspense que gira de manera inquietante hasta la resolución final, despertando expectativas diversas en el lector. Bastante desasosegantes las obsesivas reflexiones de la protagonista, así como la insistencia en su  origen, el abandono de su padre, el significativo nombre e innecesarias coincidencias vitales con su amante, que hacen artificiosa la personalidad de la protagonista. Y, por último demasiadas explicaciones literarias extranarrativas.
En este último apartado hemos de explicar que Soledad, paralelamente a su historia personal, nos hace partícipes de su trabajo como comisaria de exposiciones, que prepara una exposición de “Escritores Malditos” de los que Soledad relata sus biografías. Todos coinciden en ser biografías reales y en su destino torcido: William  Burroughs, Ulrico Von Liechtenstein, Philp K. Dick, Guy de Maupassant, Mark Twain, María Lejárraga, Pedro Luis de Gálvez, Mª Luisa Bombal y Mª Carolina Geel.  Solo una biografía es inventada, la de Josefina Álvarez que escribe bajo el seudónimo Luis Freeman, en la que la escritora se detiene pausadamente en los detalles de su vida, que la marcan como una “perfecta maldita”. La escritora va contando la historia de cada uno, al hilo de su narración, engarzándola con algún detalle personal de los protagonistas de la novela o con alguna reflexión de la narradora, en perpetua paradoja, al hilo del desarrollo de los acontecimientos.. Hay un punto de enlace que da pie a esta entrada pero que, según mi opinión, ralentiza el desarrollo de la trama novelesca, sin añadir más que un interés ocasional a la misma. Lo más interesante de estas biografías es la extrapolación que la escritora hace de qué se considera “escritor maldito”:
 Ser maldito es saber que tu discurso no puede tener eco, porque no hay oídos que lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura(…) Ser maldito es no coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la cultura a la que se supone perteneces. Ser maldito es desear ser como os demás pero no poder. Y querer que te quieran pero solo producir miedo o quizá risa. Ser maldito es no soportar la vida y sobre todo no soportarse a sí mismo” (p. 10-11)
En este apartado, Rosa Montero juega con el realismo, introduciéndose como personaje: una periodista que dedicó un perfil biográfico a Josefina Aznárez, que incluye en la novela. Es un guiño que no tiene más interés que el juego narrativo.
Otra presencia importante en la novela es la música, a veces muy oportuna como el significado del lamento de amor en la ópera Tristán e Isolda, o en Las bodas de Fígaro, e incluso en Muerte en Venecia, aunque en este caso, la explicación es tan profusa que el lector medio se aburre leyendo aquello que conoce y que tal vez debería ser solo una referencia sin pueriles explicaciones.
En resumen, la música, la literatura, las reflexiones de la novela son muy interesantes pero ocupan un segundo plano (a pesar de la extensión que les concede la autora), a favor de la original trama que la sustenta: la relación entre Adam, así se llama el “acompañante” y Soledad, llena de suspense hasta el desenlace y absolutamente inquietante.

No hay comentarios: