¿Una novela neorruralista?
Con un nuevo escritor se
amplia la nómina de la Historia de la literatura en Albacete. Se trata de José
Martínez Alcolea que el pasado 10 de marzo presentó en la Biblioteca Pública de
Albacete El pueblo de las cabras.
La novela se puede inscribir
en el moderno movimiento, iniciado con Intemperie
de Jesús Carrasco, denominado “narrativa rural” por unos, “neorruralismo” por
otros. La moda resurge, después de un largo periodo en el que el protagonista
ha sido el espacio urbano. Cela (La
familia de Pascual Duarte), Delibes (Las
ratas) y más tarde Llamazares o Luis Mateo Díez, entre muchos otros,
mostraron su preferencia por este territorio rural del que dejaron
imprescindible recuerdo, preferencia que fue postergada en la década de los 80.
Las novelas que actualmente se inscriben en esta tendencia, vuelven a lo rural,
no en cuanto que enmarcan sus historias en dicho espacio sino porque sus
personajes buscan sus raíces en el ámbito rural.
Esa es el camino de Óliver
Cuchillo que regresa al pueblo de las cabras en una vuelta a sus orígenes, en
la búsqueda simbólica de esas raíces familiares, en un intento de hacer las
paces con los poderosos fantasmas de su infancia, de recuperar una existencia
pacífica que, en ningún caso, debemos confundir con un estado de “beatus ille” horaciano. Óliver se
enfrenta a la naturaleza hostil, al poder representado por las cabras que provocadoras
se acercan y vigilan todos los días, esperando el momento de apoderarse del
pueblo, de sus calles, de sus casas…
Comienza la novela con un capítulo
cero, que presenta a las protagonistas-coro de la obra, las cabras, observando expectantes,
que merodean el pueblo habitado por las risas y el bullicio de sus habitantes
que ha revivido cada noche después de una dura jornada de trabajo. El yo
narrativo juega abiertamente, desde el principio del relato, anunciando el
futuro inmediato de la historia narrada desde el pasado, mediante insistentes condicionales
(simples o en forma de perífrasis): “habrían
de venir los años oscuros”, “muchos
se irían”, los niños “crecerían”,
los jóvenes “cogerían el camino de la
vega”, “nunca ya habrían de volver”,
y el pueblo “empezó a dormir una siesta
de la que nunca habría de despertar”. Las cabras empezaron a ganar terreno.
El dilema que se plantea
desde el principio y que queda abierto para que el lector espere el desarrollo
y desenlace de la historia e interprete ese “tal vez” que anuncia la duda: ¿volverán a pasear libres por las
calles de este pueblo seco y marchito o volverán asustadas al monte? Esas
cabras, símbolo de la desaparición de la vida en el pueblo de las cabras, que
nos hace recordar La lluvia amarilla
del Ainielle de Llamazares, están
presentes como una persistente amenaza de fondo, imparable en su lento avance, a
lo largo de toda la novela. Es curioso el giro que dará esa sombría premonición,
cuando el joven Óliver decide volver e instalarse con su perro y el niño
vietnamita en el pueblo.
En ese mismo capítulo cero
se presenta ya a los últimos habitantes del pueblo: Juan y Rosa, el fantasma de
la madre de Rosa, Anselmo, Cande y Luisa, Cándida, Juanjo, Enriqueta, todos
ellos matizados con sabias pinceladas que las caracterizan, a unas con mimo, a
otras con crueldad. La pluma del narrador sabe conseguirlo.
Después de esta
presentación, el capítulo uno lo protagoniza Óliver Cuchillo. El autor no puede
resistirse a su debilidad por los condicionales que anuncian el futuro y
describe el espacio que recuerda Óliver : “No
tardaría mucho el mar en…, no tendría el día otro remedio que …” . No hay
alusiones todavía, al entorno geográfico del pueblo de las cabras, sin embargo
el recuerdo de la ciudad a la que regresan siempre, después de unos días en el
pueblo, tiene concretas referencias que le fascinan: el mar, la fábrica de
cementos, la visión de la ciudad desde arriba, etc., estampas que alegran al
protagonista cuando regresan de nuevo, desde el pueblo a la cotidianeidad de la
ciudad, con un padre, Damián Cuchillo, que humilla con cualquier motivo al hijo,
Óliver, tan débil siempre ante su crueldad. En esta ocasión es Óliver, junto a
Rayo, el perrillo de su hermana Lucía cuyas cenizas viajan con ellos en una
urna y Leo, el niño vietnamita recién adoptado, quienes regresan al pueblo,
dejando atrás la ciudad, tal vez para siempre. Del pueblo sabemos que está “detrás de la curva de la carretera nueva”,
cerca de una pequeña aldea en ruinas, junto al cauce seco de lo que fue un
río, que hacía fértil la tierra de sus riberas y próspero al
pueblo. Esta es otra de las características que conectan esta novela con el
neorruralismo del que hablábamos al comienzo.
A partir del capítulo dos,
el narrador vuelve atrás en el tiempo para contar la historia del niño-joven
Óliver y de su padre Damián. Esta relación entre ambos, sabe el autor bordarla,
poco a poco, sin descripciones pesadas sino mediante recuerdos puntuales de la
relación del padre con los demás personajes de su entorno: la tía Luisa y Cande
(personajes tratados tan amorosamente por el narrador, que ocupan un lugar muy
importante en la historia). Estos juegos entre presente (el viaje hacia el
pueblo de las cabras) y el pasado (los recuerdos) están engarzados a lo largo
de la historia. Incluso la visión mágico-realista del mundo está presente en esos recuerdos. La
conversación entre Cande y Luisa que se presenta en un diálogo directo (en
cursiva, pp. 40 a 46) y que el narrador utiliza para relatar la relación
entre ambas, sin abusar de la presencia omnisciente del narrador, nos sorprende
cuando sabemos por Óliver, testigo directo de esta conversación paranormal, que
las dos mujeres habían muerto la noche anterior. La misma referencia al
realismo mágico se hace cuando uno de los personajes, Anselmo, después de beber
una tercera botella de vino para tener fuerzas, oirá los golpes en el tejado
que, en la noche de los muertos, da su madre que “vendrá a recordarle que pronto lo arrastrará con ella al infierno”(p.
82). En otro capítulo, Óliver siente el contacto
cálido de la mano de su hermana en la pierna, cuando llega al pueblo a esparcir
las cenizas de ella, que transporta en una urna. Hay momentos en que incluso el
paisaje parece irreal cuando “la luz del
sol, ya tenue, bañaba los trigos secos del valle de un color dorado”
(p. 193)
Los recuerdos de las
historias de las gentes del pueblo, Anselmo el “tontolpueblo”, el seboso cura Ceferino y el misterio de su muerte, la
pobre Cándida con su corazón roto (otra historia en la que el narrador se
entretiene, poniéndola en boca de su tía Luisa, importante voz en esta novela
(pp. 88-96), seguida de la historia de Juanjo Osorio, el primero y único amante
de Cándida, hacen inolvidables a estos personajes, así como la magia que
impregna que el río estuviera seco cuando los habitantes del pueblo de las
cabras bajaron a “lavar la negritud que
el agua del olvido les había traído”. Era el tiempo en que la cabras más se
acercaron a las casa del pueblo.
Si embargo, el personaje que
domina a Óliver con su presencia es su padre. Junto al cura Ceferino son los
que salen peor parados en su historia. Damián Cuchillo domina a su mujer Marisa
y a su hijo, incluso hasta después de muerto, momento en el que el narrador
recurre de nuevo al apoyo que le ofrece el uso del subjuntivo y del
condicional, para expresar las dudas que corroen a Óliver: “Si hubiese hablado con él…, si se hubiese
enfrentado…, si hubiera sido capaz de…, podría haber sentido…”. Son
pensamientos que acuden a él durante el viaje que inicia en el comienzo de la
novela y que redundan en la insistente caracterización del personaje, un
personaje cruel que ha estigmatizado especialmente a su hijo quien crece con la
esperanza de que su padre en algún momento morirá y su vida empezará a cambiar.
Lucía, su hermana, queda libre de esa influencia, sin embargo su historia, otra
más en la novela, es de gran ternura, fortaleza y generosidad y enlaza de modo
original con la historia del niño adoptado, Leo, las semanas pasadas en Hanoi y
el viaje de vuelta a España, desde Vietnam.
Son clave en la novela las
voces narrativas: la del narrador omnisciente, la de Óliver Cuchillo y la de la
tía Luisa, contadora de las mágicas historias de los habitantes del pueblo de las
cabras. Y el soporte de la novela son estas historias engranadas en los
recuerdos del viaje de Óliver, Rayo, Leo y las cenizas de Lucía, durante el camino
de regreso al pueblo de las cabras.
Al autor se le escapan
algunas líneas que chirrían porque son reflexiones en boca del narrador, aunque
este las atribuya a los pensamientos de un personaje: Es el caso del comentario
acerca del color gris de los coches (p. 29): “Pensó que el gris es el color de aquellos que no tienen ilusión, un
color para los que no se conforman (…) es el color de los mediocres y de los
mezquinos”. No puedo imaginar al personaje, en ese momento tan trascendente
de su vida, rodeado antes de tanta mediocridad y tanta mezquindad, pensando en
el simbólico color gris de los coches, pero solo es mi opinión.
Algo parecido sucede cuando
en una 3ª persona indeterminada habla de Óliver, el niño marcado e incluye su
reflexión: “Con frecuencia se dice que
aquellos marcados por una infancia desgraciada arrastran la cicatriz de esos
días el resto de su vida. A menudo exhiben, dicen, un carácter…” (p.158). En estas ocasiones la novela pierde
su calidad de relato para entrometerse el narrador sicólogo.
La novela en su conjunto
tiene una coherente estructura y un preciso uso de las voces narrativas.
Insistimos en su cercanía con la corriente de narrativa rural por la motivación
del personaje principal en busca de sus raíces, porque queda algo difuminado el
tiempo y el espacio real de la historia y la escasas alusiones a ambas
percepciones de la realidad, por la importancia de la influencia que la familia (crónica de la misma) tiene sobre el protagonista, por la profundización en la descripción del carácter
de los personajes, por la relación hombre-naturaleza y por esa atmósfera rural
que invita al simbolismo y que juega con sentimientos como la venganza, el
odio, el perdón, en suma con las relaciones entre los seres humanos.
Una estupenda novela.
¡¡Enhorabuena!! para José Martínez
Alcolea