Con “La invención del amor” José Ovejero obtuvo el XVI Premio Alfaguara
de Novela 2013, con la siguiente declaración: “El Jurado quiere destacar que se trata de una historia de amor nada convencional,
sorprendente, que surge a partir de una impostura y del poder y las
posibilidades del azar. La novela también revela la fuerza transformadora de la
imaginación y su capacidad para construir nuevas existencias. La historia se
desarrolla en una gran ciudad, Madrid, en un fondo de zozobra y quiebra
personal y social”.
La novela consta de veintiocho capítulos. Salvo el primero, que presenta
la trama, el resto se fundamenta en la construcción de un personaje, desde
diversos puntos de vista: Clara según Carina, según Samuel, según Samuel, el del cuarto. Estos distintos
puntos de vista van reconstruyendo un personaje que nunca aparecerá en la
novela más que a través de las palabras y los ojos de los otros, porque está
muerta.
Precisamente ese es el hecho impactante con que empieza la novela: una
llamada a Samuel le comunica la muerte de su amante Clara en un accidente de
automóvil. El problema surge cuando el lector sabe que Samuel ni tiene amante
ni conoce a ninguna mujer que así se llame. El azar, la casualidad, que en la
vida se acepta, en la literatura es trabajoso presentarla de forma verosímil. Tal
vez porque el personaje vive una vida aburrida, o tal vez porque el autor juega
con esta clave para ofrecer la idea desarraigada de que los seres humanos no se
conocen entre sí, lo cierto es que a partir del momento en el que Samuel –el yo
narrador- acepta esa confusión, entra en un juego de impostura que implica al
lector en el temor a que se descubra en cualquier momento.
Samuel representa esa generación que está en la década de los cuarenta:
Cuarenta es la edad maldita, no la adolescencia, como se supone, tampoco
la vejez. En la adolescencia sientes una
rabia creativa que no te ata a la silla ni al recuerdo de los tiempos
supuestamente mejores e incluso el miedo que sientes es un combustible que te
mantiene vivo, que te hace buscar la puerta de salida o entrada, y si te
deprimes piensas que no eres tú el responsable de ese desaguisado que es el
mundo: cuando eres adolescente son siempre otros los culpables. Mientras que un
anciano ha tenido el tiempo de irse cargando de culpas y de ir asumiéndolas, de
conformarse con las propias limitaciones. (p. 4)
Sin embargo, la novela no es
exactamente un retrato generacional, es el retrato de una soledad, de la
incomunicación del ser humano que, a pesar de estar rodeado de Internet,
telefonía y cuantos medios de comunicación existen, pone en evidencia la idea cortazariana
de que la realidad no es lo que parece, oculta mucho más de lo que nos permite
ver. Hay ciertamente presencia de la actualidad española en la novela: la
crisis económica y moral, los ERES y especuladores, las “snuff movies”, con la presentación en directo de nuestras miserias,
etc. Todo ello no deja de ser un marco narrativo, del mismo modo que, en otro
lugar de la novela se hace un recorrido por el Museo del Prado, insertando
interesantes reflexiones sobre algunos cuadros.
Desde el comienzo, el lector tiene la certeza de que nadie tiene tantos “amigos”
verdaderos como los que se amontonan en las redes sociales, nada es lo que
parece, por eso es cómplice del narrador que relata, a retazos, una vida que no
es la suya. Compone el puzzle de las vidas de los demás, en las que entra casualmente,
por una curiosa e increíble coincidencia, solo creíble por el pacto de ficción
que el escritor establece con el lector. Nos referimos a esa inesperada llamada
telefónica que anuncia la muerte de Clara. Él no desmiente la equivocación y
entra a formar parte de vidas que nunca coincidieron con la suya, abriendo las
puertas al suspense y a un curioso juego de espejos.
Una mentira y todo cambia…Porque ya te has creado un personaje y has
convencido a los demás de que ese personaje eres tú; y ahora no puedes salir tú
mismo a escena para mostrar quien eres. Ahí está, tu doble, el otro
inventado que querías que diese la cara por ti. Una mentira y ya no eres
nadie, ya no existes, porque ahora a ojos de los demás eres otro, ese que has
dicho que eras. (p. 57)
Ovejero echa mano de un recurso propio de la ficción fantástico, el
doble, confrontando lo real y lo aparentemente no-posible. Hay una obvia
transgresión del funcionamiento del mundo, ¿por qué suena el teléfono de
Samuel? ¿qué sentido tiene que un desconocido llame a otro desconocido y conozca
su número de teléfono? ¿Casualmente marca el número, pero coincide el nombre
del personaje que recibe la llamada? Contrasta pues, lo ocurrido con la
experiencia del mundo cotidiano. A partir de este momento inicial, el autor
trastoca la realidad, pero la hace creíble recuperándola con unos cuantos pasos
del azar, una serie de casualidades, que va engranando en la historia.
En
ese mundo imaginado en el que se instala, en el que la mentira y la imaginación
se reconstruyen una a otra, hay un punto de realidad que se despliega ante sus
ojos, la de las descripciones, abundantes en esta novela, de personajes y de lo
que el entorno ofrece a la vista del protagonista desde la terraza de su ático, esa
terraza que le “permite ver Madrid, del
cerro de los Ángeles por un lado hasta la sierra de Guadarrama por el otro,
Vallecas hacia el este, solo el noroeste oculto por algunos edificios más
altos” (p. 7). Incluso en estas descripciones tan claramente objetivas, el yo-narrador
se decanta hacia cierto sentido poético procedente del sentido de la vista:
y ver también los distintos planos
inclinados de teja que, por el día, cuando cae el sol a plomo, recuerdan
vagamente un cuadro de Cézanne, y también torres y campanarios, antenas y ese
amanecer…
La terraza es el punto de escape vital del narrador. Por eso surgen constantemente
las descripciones de la panorámica que le ofrecen los tejados que desde allí
observa. En todas hay una sugerencia subjetiva. El narrador identifica sus
pensamientos y sus sentimientos con lo que a sus ojos se presenta:
Subo a la terraza. Cielo añil. (…) Una de las antenas de televisión vibra
produciendo un zumbido monótono. Algún día desaparecerán de los tejados esas
estructuras de varillas oxidadas, que me hacen pensar en esqueletos de un
grácil animal extinto. (p. 31)
Los campanarios de las
iglesias cercanas se van iluminando. En uno de los pisos que se ven desde la
terraza, un televisor encendido. Bajo esos techos, entre esas paredes, ocultas
la mayoría en sus celdas, millones de personas sentadas mirando las imágenes.
Tiene algo estremecedor: a pocos metros unas de otras, hileras y columnas de
personas en una cuadrícula, inmóviles, atentas, olvidadas. Las estrellas se
prenden una a una. (p. 33)
Se siente feliz en ese espacio,
contemplando la noche iluminada y disfrutando con la idea de que todas las
luces de la noche se encienden para él, cada vez que sube a su terraza. Luces,
amaneceres, son la recreación constante de esa habitación rodeada de
ventanales, desde la que observa cómo los vencejos “dibujan arabescos” en el cielo “atravesado
por las estelas de vapor que trazan los aviones” (p. 85). Se demora en
narrar en 1ª persona (p. 26) cómo vuelan los vencejos sobre su cabeza, cómo
chocan contra la malla metálica, cómo uno de ellos cae, y con excesivo detallismo
descriptivo cómo consigue capturarlo para lanzarlo de nuevo al aire. Y concluye
con una original comparación: “Se eleva
de repente, trazando contra el cielo una curva finísima, como un corte en un
papel” (p. 29). Todo ello le da pie a una amplia reflexión acerca de sus
alas, “un error de la naturaleza, un
absurdo tropezón de la evolución que da lugar a una hipertrofia absolutamente
inútil”. Estas reflexiones van aparejadas al hilo de las descripciones, en
esas pausas en las que la acción no avanza. “¿Habrás alguna función matemática que exprese esos trayectos en
apariencia aleatorios? (p. 31), se pregunta observando en la noche los
movimientos no previsibles de los murciélagos
La terraza es la salvación de este hombre que la percibe como fuente de
placer, tiene la impresión cuando está en la terraza “de no estar solo matando el tiempo, sino disfrutándolo” (p. 26).
Ésa parece precisamente la clave del libro. Huye del aburrimiento disfrutando
en crearse una vida inventada en
la que el amor está en el centro. Justo en la terraza, tumbado, disfruta
cerrando los ojos y construyendo con gran precisión la imagen de Clara, su
recién adjudicada amante y recién muerta. Lleva siempre consigo su foto, para
contemplarla “como si quisiera
constantemente adentrarme en el recuerdo de algo que nunca sucedió” (26).
Pero Samuel comienza describiéndose con una perspectiva generacional
pesimista, la de una “versión desmejorada de sí mismo”. Un hombre que vive
solo, en un apartamento sin muchos adornos y sin recuerdos ni siquiera de los
lugares a los que ha viajado. Un apartamento sin ningún anclaje emocional, y
cuya vida cotidiana se deja invadir de
pequeñas manías (…) como cenar en bata o dejar los cacharros sucios
apilados en el fregadero y únicamente ir fregando los que se necesitan, ver la
televisión hasta la madrugada, no quitarse el pijama durante el fin de semana,
perder el tiempo con juegos de ordenador. (…) Procuro combatir la tentación de
no ducharme si no voy a salir, de no afeitarme o no cambiarme de calzoncillos,
de dejar los platos sucios sobre la mesa, de no llamar a nadie durante días. (…)
procuro evitar esa sensación de encierro, de relación enfermiza con pantallas y
artilugios, con los espacios cerrados, con el monótono rumiar de mi conciencia,
con la embarazosa existencia de quien no siente más que cuando se lo impone un
drama televisado.(p. 25)
En ese vacío sentimental, construye la imagen de una mujer muerta, Clara,
a partir de su foto que lleva a la terraza, al dormitorio y a cuantos sitios se
desplaza, recreando su vida, e incluso sus movimientos, imaginados por este
dios creador de algo que ha de rellenar su vacío, una creación imaginada de lo
deseable, no por su estricto atractivo sino porque ocupa parte de una vida sin
proyectos sentimentales, en la que prevalece el convencimiento de que “el mayor enemigo de la felicidad no es el
dolor sino el miedo” (p. 26). Cada vez se convence más de que se han
conocido. No quiere inventarle la vida a Clara. No quiere un sucedáneo porque “como todos los sucedáneos, me dejaría con la
tristeza de no poseer lo auténtico, la tragedia de no conseguir lo que de
verdad deseo” (p. 32). Por eso quiere conocer a toda costa a su
hermana Carina, con la exclusiva finalidad de reconstruir a Clara a través de los
recuerdos de su hermana, a partir de retazos de vida que ella pueda contarle. El
narrador necesita rellenar una parte vacía de su vida, imaginar que tenía un
amor que ha perdido por circunstancias ajenas a él, un accidente fortuito. El
azar le ofrece la fortuna de completar el vacío de una vida sin más interés que
el bourbon y la soledad.
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