viernes, 6 de enero de 2012

El último viaje: el mito del más allá




  • Artículo incluido en:
    Héroes, mitos y monstruos en la literatura española contemporánea / coord. por Fidel López Criado, 2009, ISBN 978-84-88408-513-, págs. 339-346


    El final de la vida, el tránsito hacia el más allá, ha dado pie a un mito que persiste en la tradición hasta el presente, mostrándolo desde distintas perspectivas. La religión vitalista de los griegos presenta al dios Hades reinando en el mundo subterráneo, al que se accedía en la barca que Caronte conducía a través de la Laguna Estigia[1]. El Hades griego, el Infierno cristiano, el Inframundo de los mayas (Popol Vuh), son variables del mito.
    A comienzos del siglo XX, la muerte es un tabú, más en las zonas urbanas e industrializadas que en las rurales, y por ello surgen eufemismos que nombran lo innombrable: cementerios que se llaman “los Prados Susurrantes”, muertos que se maquillan para conseguir en ellos “La Radiante Sonrisa” (en Los seres queridos de Evelyn Waugh). De nuevo resurge la esperanza en una vida “más allá de la vida” y hay una vuelta a la tradición del viaje grecolatino o del paraíso cristiano. Paradójicamente, la racionalidad de la modernidad nos lleva a un mundo abandonado por Dios y centra la búsqueda en el subconsciente colectivo en el que habitan seres imaginarios y extrañas historias de metamorfosis. Articulamos la presencia del mito en cuatro pilares: la ceremonia del viaje, el mito de la redención, la metamorfosis, el lamento por el paraíso perdido.
    Ceremonia del viaje
    La tendencia a la presencia del mito grecolatino es muy perceptible en los poetas culturalistas. En el poema de Luis Antonio de Villena, “El paso de la laguna Estigia” (Villena, 1984) se describe el lugar, -“Era el aire melancólico y sombrío, / y lo cruzaban pájaros de color ceniza”-, se describe el mítico barquero, -en la orilla esperaba “un viejo desnudo, con crespa barba blanca”- y se describen las sensaciones nunca antes sentidas del personaje que camina hacia la barca que le espera: “No puedo decir que sufriera exactamente, / era una sucesión de agobio, pesadumbre, angustia, / como queriendo llorar y sintiéndote solo”. Lo que espera al otro lado, se intuye, apenas se distingue “otro bosque, y una ignota claridad desconocida”.
    El poeta se apropia de un espacio cultural clásico y lo reinventa. Aunque explícitamente no presente al personaje muerto, puede el lector presentirlo por la soledad en la que se encuentra el yo poético, por la pregunta que le hace al barquero, “¿qué debí haber hecho?”, por el gesto de éste, mostrándole la barca y exclamando “Esta es la única verdad”, por la sensación de “blando frío en los pies” cuando se moja al subir a la barca, y por la mención de “un raro sol, como violeta y rojo” del que el viajero no siente su calor.
    Otro poeta, Antonio Martínez Sarrión, en sus casi trescientos versos que componen Cantil (1995), observa el cuadro de Böcklin, “La isla de los muertos”[2], que reproduce a Caronte conduciendo en su barca a un difunto hacia un islote, el corazón del Hades. El pintor utiliza elementos narrativos cuidadosamente elegidos, que alejan a la pintura de los elementos figurativos tradicionales, o los dota de una carga sugestiva, coincidente en su representación con los elementos narrativos verbales del poeta. Primero nos descubre el paisaje general, un “cielo en tempestad”, “un islote al que sin tregua baten, / bajo bloques basálticos, las incesantes olas / y coronan en vuelo aves de pluma oscura / y agorero chillido”, “altos cipreses”, “la boca de una cárcava oscura”, etc., en conjunto un paisaje que rezuma melancolía. Y en el centro la barca “de un verdino color”, el barquero “empuñando dos bien cortados remos”, el muerto, de pie, “con recogido gesto, / envuelto en un sudario blanco como la cal”. Y el camino que siguen hacia el Hades; la barca “enfila la severa entrada del recinto / -dos paralelepípedos de poderosa fábrica / rematados por sendas y bruñidas esfinges- / anegada del todo por las linfas oscuras”.
    Queda sin explicar, siempre, un elemento que se desconoce, y que dota a los mitos del rasgo de “interminables” con que Levi-Strauss los caracterizó. Nos referimos al desconocido final del camino recorrido por estas sombras a través de las oscuras aguas. El poeta recrea la realidad del cuadro, que a su vez es una recreación, una modificación de la realidad de una metáfora mitológica que la tradición ha mantenido viva hasta el siglo XX. Repeticiones, variaciones, ecos de ecos, están presentes en el proceso creativo.
    Martínez Sarrión añade un matiz irónico al mito, al final, proponiendo una nueva relación entre barquero y difunto, a quienes imagina “en la mar abierta, turnándose a los remos / compartirán merienda y botella de vino”. Con esta suave ironía parece aliviar el peso del miedo a lo desconocido que tanto en el cuadro como en el poema produce el viaje.
    El mito no permite el paso a los vivos, salvo extraordinarias excepciones, como en la Eneida[3], cuando Eneas y la Sibila se acercan a la orilla y el mítico barquero, enojado, les increpa, “esta es la mansión de las sombras, del sueño y de la soporífera noche; no me es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia”. El poeta José Ángel Valente, retoma la referencia explícita de que el paso solo es permitido a los muertos y no hay retorno. Entabla conversación con el barquero en el poema “Tres canciones de barcas”: “Al barquero de este río / dije: -Vámonos; / barquero, / dame la mano. /Dijo el barquero: -Quien pasa / no regresa de este paso./ Dije: -Barquero, / vámonos.”
    Recordamos cómo Antonio Machado asume el mito en su Retrato (vv.33-36), cuando cita “la nave que nunca ha de tornar”, con ese trasfondo cultural que marca el viaje sin retorno de la barca de Caronte. También en el poema CLXXII, “Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela” se dirige directamente al barquero: “-¿Tú eres Caronte, el fúnebre viajero?” (v. 5), e incluye una cualidad de poderoso significado, “Esa barba limosa...” (v. 6). Caronte y el poeta continúan: “-¿Y tú, bergante?” “-Un fúnebre aspirante / de tu negra barcaza a pasajero, / que al lago irrebogable se aproxima”. Con un adjetivo vuelve a describir la barba en “Fragmento de pesadilla. La España en un futuro próximo”, cuento de Los Complementarios: “-Esa barba verdosa... Sí, V. es Caronte.” (p. 33). Y en el poema CLXIV, un soneto de elogio a don Ramón del Valle Inclán, a quien identifica con el barquero: “...tú, Caronte / de ojos de llama, el fúnebre barquero / de las revueltas aguas de Aqueronte. (vv. 1-4). Estas referencia machadianas nos remiten a otra interesante presentación del barquero, la que hace Dante en su Divina Comedia[4] .
    J.A. Valente da por obvia la oscuridad de las aguas, por eso le dice al barquero que sabe nadar aunque el mar “alto y oscuro sea”, con esa reminiscencia quevedesca[5], en la segunda canción de barca. Y en la tercera sigue con el mito grecolatino, recordando la obligación de pagar al barquero una moneda para subir en la “barca del frío”: “quien no da moneda viva / sin barca queda en la orilla”. La moneda viva es la propia vida, algo más valioso que el óbolo que cobraba Caronte, moneda de ínfimo valor que se ponía en la boca de los muertos para este viaje. Una vez más varían los detalles, pero persisten los contenidos universales, míticos y arquetípicos.
    El mito se expande incluso a otros géneros literarios como el teatro. La peregrina de La dama de alba de Alejandro Casona, toma la mano de Angélica y le dice “prepara tu mejor sonrisa para el viaje (...) Yo pasaré tu barca a la otra orilla” (final del acto cuarto). Ha cambiado la fisonomía del barquero; se presenta en la casa pidiendo cobijo, con aspecto de peregrina, y en la acotación la presenta el dramaturgo como una mujer de “rostro hermoso y pálido, con una sonrisa tranquila” (p. 68), y los personajes comentan, “¡qué hermosa es!”, “¡parece una reina de cuento!” (p. 69) Es una muerte consoladora y bondadosa, que lamenta que sobre ella haya caído la pesada carga del inexorable destino: “¿Comprendes ahora lo amargo de mi destino? Presenciar todos los dolores sin poder llorar... Tener todos los sentimientos de una mujer sin poder usar ninguno... ¡Y estar condenada a matar siempre, siempre, sin poder nunca morir!” (p. 90).
    En todos los textos se repiten unos principios formales de composición: la laguna o el río, de aguas sombrías, la barca de Caronte que traslada a los viajeros (muertos) a la otra orilla, un guía (el barquero Caronte), un destino incierto sin retorno.
    “El tilo”, relato[6] de Luis Mateo Díez, presenta otra ceremonia distinta de muerte. La muerte, esta vez representada por un forastero llamado Mortal, llega al pueblo de Cimares. Toma como mensajero a un niño para buscar el “viejo más viejo” del lugar. Mientras espera contrariado, al viejo Arcino dando vueltas a un enorme tilo en la entrada del pueblo, hace una disertación sobre las edades del hombre rompiendo el arquetipo de que la infancia es la edad más feliz, “lo que menos vale de la edad de un hombre es la infancia porque es lo primero que se acaba”. Cuando llega el viejo, el forastero le pide un abrazo, “¿sería usted capaz de abrazarme”, el viejo Arcino, ignorante, accede a ese “abrazo de la muerte” que le susurra al oído su final. Lo curioso de esta recreación del mito es la queja de Arcino, no por morir, sino por el engaño que ha utilizado Mortal: “No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver correr asustado a ese pobre niño”. Esto, y la intervención del niño-mensajero son elementos no tradicionales en la representación de la ceremonia de la muerte.
    En otro microrrelato, “El sicario”, el asesino mata a su víctima quien le dice al sentir el puñal, “te esperaba”; y más curioso es cómo, remitida en la fecha del asesinato, le llega al sicario una carta en la que se lee: “Te perdono por lo que vas a hacer, pero te maldigo por lo mal que lo has hecho. Un muerto que cuesta tres muertes no es un muerto inocente. Además de matarme me has hecho sentir culpable y profundamente desgraciado. (Díez, 2002). En esta imprecación a la muerte hay un reproche, el mismo que leíamos en el cuento anterior. En la percepción premonitoria de la víctima, ausente en la tradición cultural del rito de la muerte hay una nueva recreación del mito.
    En la novela de Luis Mateo Díez, El diablo meridiano, hay una representación de la Laguna Estigia como espejo de la muerte. Leemos en el fragmento titulado “El sueño de la niña ahogada”:
    El sueño dura lo que el viaje a la profundidad. Cae el cuerpo, flota indeciso, se sumerge. Este es un mundo de oscuridad y verdor, de cristal y liquen. Cierro los ojos (…), pero curiosamente (…), veo como si los tuviera abiertos. Veo y siento con igual intensidad, el cristal, el liquen, el lecho donde enseguida reposará con esa quietud que sobreviene cuando ya el agua es lo único que existe. (Díez, 2001: 118)
    Otro interesante narrador, Antonio Muñoz Molina, retoma el mito en el relato Las aguas del olvido, desde el propio título, hasta la recreación intertextual de su contenido. La primera anécdota relevante es la del perro, Saúl, que cruza el río, persiguiendo algo que su dueño ha lanzado cerca de la otra orilla, y cuando sale del agua está desorientado, extraviado; la segunda anécdota es la de sirvienta a quien descubren volviendo a nado de la otra orilla del río, donde se ha encontrado con un hombre y a partir de ese momento, “empezó a olvidársele todo, estaría drogada, yo qué sé. Le pedí que preparara un lunch y se puso a fregar platos que no estaban sucios” (Muñoz Molina, 1993: 85). Por fin, Márquez, el marido celoso de Charlie que juega al tenis con su mujer, además de ser su amante, encuentra el modo de deshacerse de él, lanzando una pelota de tenis al otro lado del río que inevitablemente cruza Charlie, y regresa a su vuelta dejando atrás su memoria, y a su amada sin despedirse siquiera. El propio Márquez, consciente y despidiéndose con la mano desde la orilla del río, se dispone a partir de su aburrida vida, cruzando a nado el río, a sabiendas de que a su regreso, su vida habrá desaparecido. El río, de nombre Guadalete, es la clave del relato, al identificar su etimología con la del río Leteo, “el río del olvido, porque era la frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Quien lo cruza pierde la memoria”. (Muñoz Molina, 1993: 90)

    (Seguir leyendo en el libro citado al comienzo)

    [1] El dios Hades da su nombre al reino de los muertos. En él estaba la Laguna Estigia, que era cruzada por el barquero Caronte previo pago de un óbolo. Luego se pasaban el río Periflegetonte (“el río que está rodeado de llamas”), el Cocito (“río de las lamentaciones”), el Leteo (“río del olvido”). Una vez atravesado este, sin recuerdos de la vida terrenal, se llegaba a la pradera de Asfódelo, donde las almas vivían sin pena ni gloria. De ahí se iba al Elíseo o Isla de los Bienaventurados (especie de paraíso) o al Tártaro (castigo para los malos).
    [2] Obra que el pintor suizo (1827-1901) creó durante su estancia en Weimar, ciudad donde fue profesor de paisaje en la Escuela de Bellas Artes (1860).
    [3] Virgilio. Libro VI.
    [4] Ed ecco verso noi venir per nave /un vecchio, bianco per antico pelo, / gridando: “Guai a voi, anime prave!”. (C. III)
    [5] “Nadar sabe mi llama la agua fría / y perder el respeto a ley severa”
    [6] Hay dos versiones del mismo: una, el microrrelato titulado “Mortal” (en Los males menores, 2002). Otra, más amplia, “El tilo”, (en El árbol de los cuentos, 2006)
    (Fin del apartado 1. Continúa: 2. El mito de la redención, 3. Metamorfosis, 4. El edén perdido)

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